La realidad es que no existen niños adictos sino niños desamparados
Sin dudas que el consumo problemático de sustancias y las adicciones representan un modo universal de presentación del malestar social en nuestra época. No existe continente, estado, ciudad, ni aún pueblo o comarca en dónde éste dramático síntoma contemporáneo no esté presente. Y es universal no solo porque aparece en cada rincón de nuestro planeta dónde haya algún grupo humano, sino también porque esto se da sin distinción de raza, religión, sexo, edades, niveles educativos ni socioeconómicos. Hay quienes apelan a esta problemática para hacer notar tal o cual déficit en la equidad social, y otros que ponen el acento en el narcotráfico, pero lo cierto es que la evidencia científica no demuestra esos postulados. La mayor cantidad de consumidores de drogas, y por ende la mayor cantidad de muertes asociadas a esto, se dan en países del ¨primer mundo¨ con mayores ingresos e indicadores de una alta satisfacción de las ¨necesidades básicas¨. Como también hay evidencia que allí dónde el narcotráfico todavía no ha llegado como organización criminal, también hay personas afectadas por el consumo problemático de sustancias de venta legal.
Cada vez más se advierte un razonamiento que se va generalizando, el de suponer que las drogas son ¨el mal¨, la causa primera de toda problemática que afecta a nuestra sociedad: la violencia, el delito, los suicidios, etc. Pero hay otra evidencia que refuta esta lógica reduccionista, y es que las drogas son objetos materiales e inertes, no sujetos que puedan decidir o actuar sobre nuestra realidad. Somos las personas quienes, por algún motivo, en algún momento particular de nuestras vidas, decidimos o no hacer uso de alguna droga y de qué manera hacerlo. Las drogas no pueden decidir, las personas lo hacemos.
La falacia del niño adicto
Asociado a este reduccionismo que ubica a la droga (objeto) como causa eficiente de todos los males sociales, se aprecia otra grave distorsión en el razonamiento que es la idea de que existen niños adictos. La gravedad de esta concepción es tan grande que le da argumentos a quienes justifican acciones represivas sobre niños, niñas y adolescentes, impulsando aberraciones como disminuir cada vez más las edades de imputabilidad penal o la creación de centros de rehabilitación (internados) para el encierro y el tratamiento compulsivo de ellos. La realidad es que no existen niños adictos sino niños desamparados, cuyos padres han renunciado a la más elemental función de su cuidado, arrojándolos a las calles, expulsándolos al mismo tiempo de toda posibilidad de establecer un lazo social, que no sea con bandas o pandillas de otros igualmente desamparados y segregados. Exigiendo luego que el estado haga algo, allí donde ellos han claudicado, porque ¨ya se les fueron de las manos¨. Si a esto le sumamos que ciertas comunidades educativas (afortunadamente no todas) repiten ese modelo al expulsarlos de la escuela por ser ¨la manzana podrida¨, entonces el destino de estigmatización y marginación se potencia hasta un punto sin retorno.
Las escuelas como blanco del odio
Ya no nos resultaría tan extraño entonces encontrarnos con la noticia tristemente repetida de que un establecimiento educativo sea, no solamente saqueado sino sobre todo cruel mente bandalizado y hasta incendiado. No se entiende una conducta de tal índole sin una inmensa carga de odio y resentimiento… Y las escuelas no son solo sus edificios, ni sus directivos, ni sus docentes, ni tampoco sus alumnos. El acoso escolar, denominado foráneamente como bullying, no es más que el reflejo de algo que acontece a nivel de las familias y de la sociedad en general: la violenta intolerancia hacia los que no se acomodan a los ideales de belleza, éxito y fuerza física o prepotencia. Este es un principio psicosocial básico: nos retorna como miedo aquello que más refleja nuestras propias miserias, retroalimentando el ciclo de discriminación, segregación, represión y violencia.
Licenciado Marcelo Eduardo Kremis
Psicólogo.